LOS CABALLEROS DE LA CIENCIA
Eran
las seis menos diez de la mañana cuando se recibió la extraña llamada en el
cuartel de la Guardia Civil de la localidad de Guadarrama. Una voz ronca de hombre
con acento extranjero anunciaba un triple asesinato cometido durante la noche
en los alrededores del embalse de La Jarosa. Indicó el lugar de la escena del
crimen, junto a la carretera forestal que bordea la montaña y a la que se
accede desde la presa. No dijo nada más. Colgó.
La sargento María Ballesteros sintió cómo
un escalofrío recorría su espalda. Aquel hombre no le había permitido hacer
ninguna pregunta. No habría sido la primera vez que se recibía una falsa
llamada en la dependencia pero, en este caso, el tono del interlocutor hizo que
tuviera claro que no se trataba de ninguna broma de mal gusto. Tenía una
especie de sexto sentido para estas cosas que no solía fallar. Parecía que el
hombre estuviera aún junto a los cadáveres con las manos ensangrentadas y el
arma homicida en ellas. Le tembló el pulso por un momento. En el fondo sabía
que no hacía falta precipitarse. Si realmente se había producido un asesinato y
el culpable había llamado para denunciarlo, estaría ya muy lejos de allí.
—¡Eduardo! —dijo mientras se acercaba a la
mesa de trabajo de su compañero—. Nos vamos. Hay un aviso de triple asesinato
cerca de La Jarosa. Te cuento el resto por el camino.
El hombre arqueó las cejas sin decir nada
y comenzó a colocar los papeles que tenía desperdigados por el escritorio.
Estaba trabajando en una serie de robos acaecidos en varios chalets
deshabitados durante la temporada de invierno; sospechaban de una banda de
inmigrantes ilegales que estaba operando por la mayoría de pueblos de la sierra
y a la que no habían conseguido cercar.
María se recogió la rubia melena en una
coleta y se puso la gorra mientras cogía las llaves del todoterreno. Informó
rápidamente de la situación a los dos únicos miembros del cuerpo que quedarían
en el cuartel y salió tras esperar la llegada de su compañero.
Arrancaron el vehículo y se encaminaron hacia
el encantador paraje. El embalse, uno de los más pequeños de la Comunidad de
Madrid, con una capacidad máxima de siete hectómetros cúbicos, era un lugar
bien conocido por María. Llevaba ocho años viviendo en Guadarrama y había
pateado la zona de cabo a rabo, recorriendo la mayor parte de sus caminos.
Rodeado de montañas y con unas preciosas vistas al singular Valle de los
Caídos, con su impresionante cruz, era un lugar magnífico para un fin de semana
de senderismo y relajación. Sus padres, que solían pasar los veranos en algún
punto de la serranía madrileña buscando disfrutar de la naturaleza, habían
elegido aquél como uno de sus variados destinos, y María, que en ese momento
era aún adolescente, se prometió a sí misma que cuando fuera mayor viviría lo
más cerca posible.
La sargento puso al día a Eduardo de la
llamada y alertaron por radio a los compañeros que permanecían de servicio a
esas horas. Acababan de ser informados y otro coche patrulla se dirigiría hacia
la zona para colaborar en las tareas de búsqueda.
Una vez llegaron a la presa tomaron el
camino hacia la derecha, por la carretera que subía prácticamente hasta la
cumbre de las montañas y que creían que era la que había indicado el autor de
la llamada. Eduardo se bajó para levantar la barrera que impedía el acceso a
vehículos no autorizados. Aprovechó para sacar dos focos del maletero y
colocarlos en el techo del todoterreno apuntando hacia los lados izquierdo y
derecho.
La calzada, que no se había asfaltado
desde hacía muchos años, conservaba un buen estado general, aunque en algunas
partes parecía un simple camino de piedras. Subían muy despacio. Había poca luz
todavía y no sabían exactamente por dónde buscar. Pensaron hacer una primera
pasada sin salir de la carretera forestal a ver si veían algo en las
inmediaciones, quizás en la misma cuneta.
Pararon a la altura de un viejo depósito
de agua de base rectangular. Estaba abandonado y en muy malas condiciones de
conservación. Cogieron unas linternas de la guantera y bajaron del vehículo
dejando el motor en marcha. Dieron una vuelta por los alrededores pero no
vieron nada fuera de lo normal. Después subieron a lo alto del depósito para
intentar ver su contenido. Un fuerte olor a putrefacción les hizo llevarse las
manos a la nariz. Se asomaron. Estaba parcialmente cubierto de agua, ramas y
piñas.
—Ten cuidado —dijo Eduardo señalando con
su linterna el borde del depósito por el que avanzaban—. Esto está en ruinas.
Mira bien dónde pisas.
Se detuvieron en una de las esquinas y
enfocaron los haces de sus linternas hacia abajo. El olor se había hecho más
intenso y en el fondo, como a tres metros de profundidad, divisaron un animal
que por el tamaño parecía ser un conejo en avanzado estado de descomposición.
No era fácil distinguir a esa distancia.
—No parece que pueda haber tres cuerpos
aquí —sentenció María que había dado la vuelta completa al depósito—. Vamos a
seguir. Si no encontramos nada volveremos más tarde con la luz del día.
Avanzaban lentamente. Cada uno miraba por
su ventanilla. Volvieron a detenerse a la altura de un angosto riachuelo que
bajaba desde una de las cumbres hacia el pantano. El caudal era abundante,
comparado con años anteriores, debido a las frecuentes lluvias y las grandes
nevadas de ese particular invierno. María se asomó al pequeño puente. Después
dio un rodeo y bajó dando un salto hasta situarse junto al agua. Eduardo la
siguió. Tampoco allí vieron nada inusual.
—Echaré un vistazo en aquellas rocas —dijo
el hombre señalando una pequeña formación susceptible de esconder algo.
La sargento pensó que no habría nada, pero
no quiso desanimar a su compañero. Según su percepción de la llamada, los
cuerpos debían estar en algún lugar relativamente fácil de encontrar. Siguió el
cauce del río apartando con sus pies algunas ramas caídas que se le cruzaron en
el camino. En el silencio reinante una urraca chirrió en un árbol cercano
haciendo que diera un respingo. Cruzó con una zancada más grande de lo habitual
a la otra orilla y volvió hacia el puente sin apartar su mirada del suelo. No
vio nada que hiciera sospechar que hubiera sucedido algo allí esa noche y
tampoco Eduardo.
Continuaron la ascensión. Tardaron unos
veinticinco minutos en llegar a lo alto de la montaña. Allí la carretera
llaneaba y, desde algunos puntos, había unas magníficas vistas. Fue entonces
cuando la sargento Ballesteros detuvo el vehículo dando un brusco pisotón al
pedal central del mismo, tiró del freno de mano y se quitó el cinturón de
seguridad. El hombre miró al lado de la ventanilla de su compañera tratando
infructuosamente de encontrar lo que había llamado su atención.
María paró el motor del todoterreno y se
bajó. Delante de ella, tras una hilera de pinos, se extendía un claro bastante
despejado. Aunque comenzaba a haber luz natural, cogió de nuevo la linterna y
enfocó a su alrededor. Avanzó en línea recta mirando a un lado y a otro
mientras su compañero permanecía de pie apoyado en el coche preguntándose qué
habría visto.
—¡Por aquí! —gritó dirigiéndose hacia la
izquierda.
Eduardo cruzó la carretera y se encaminó
hacia ella, que levantó la linterna y apuntó hacia el lugar en el que parecía
haber vislumbrado algo. Unos segundos más tarde, tras los árboles, lo vieron
todo. Sin duda era allí. Efectivamente la llamada era real. Una vez más su
instinto no la había decepcionado. Ante ellos tenían una impactante imagen que
no olvidarían durante el resto de sus vidas: el escenario de un macabro e
inexplicable triple asesinato.
El Papa emérito se
despertó sobresaltado. La pesadilla recurrente que llevaba meses atormentándole
había interrumpido una vez más su descanso. Su corazón estaba acelerado y tenía
frío. Desde que a finales del año anterior se reuniera con tres miembros del Colegio
Cardenalicio y le hablaran del proyecto Futuro Católico y todo lo que
conllevaba, no había dormido adecuadamente ni un solo día. El mero pensamiento
en el angustiante y repetitivo sueño le impedía cerrar los ojos y sólo el
agotamiento hacía que descansara unas pocas horas. Como cada noche, Cristo
aparecía a lo lejos en los jardines del Vaticano, caminaba lentamente y se
sentaba junto a él en un banco. Su imagen era terrenal, la que de Él se ha
transmitido en forma de arte a través de los tiempos. Se tocaba una barba bien
cuidada mientras sus palabras recriminaban con dureza la actitud del anterior
Sumo Pontífice, que se sentía pequeño e insignificante a su lado. La
conversación se iniciaba siempre de la misma forma:
—¿Acaso
crees que has hecho algún favor a la Iglesia? ¡Eres un cobarde! —repetía una y
otra vez con voz firme.
Aquellas
palabras estaban grabadas a fuego en su interior. Jamás replicaba a ninguna de
sus numerosas críticas. ¿Quién era él al lado del Hijo de Dios? Había
renunciado a la silla de Pedro. Alguien debía ocuparla en su lugar. ¿Cómo
podría seguir después de las revelaciones de diciembre? Indudablemente ya no
era el más adecuado para llevar las riendas del catolicismo y como tal había
actuado. No se arrepentía de su decisión.
Como
en ocasiones precedentes, su boca estaba seca. Se levantó y bebió un vaso de
agua. Después se sentó en el gastado butacón junto a la cama, contempló el
crucifijo de plata colgado en la pared y rompió a llorar. Pero las lágrimas ya
no conseguían apaciguar su amargura y rezar hacía tiempo que había dejado de
ser un consuelo.
María miró hacia su izquierda,
admirando los ciento cincuenta metros de altura de la cruz del Valle de los
Caídos, la cruz cristiana más alta del mundo, rodeada de las esculturas de Juan,
Lucas, Marcos y Mateo, apenas visibles desde esa distancia. Construida sobre la
iglesia de la Santa Cruz, a la que posteriormente el Papa Juan XXIII otorgó el
título de basílica, su polémica construcción hizo sombra a la majestuosidad de
la obra.
Después
volvió la vista hacia la derecha. Allí no se veía una cruz, sino tres, tres
cruces de las que colgaban tres cadáveres totalmente desnudos. Era la escena de
la crucifixión de Jesucristo trasladada del monte Gólgota a la sierra de
Guadarrama. En el centro, una cruz de madera de mayor tamaño, con un hombre
clavado de pies y manos. A cada lado, una cruz también de madera, con los
hombres que se sostenían en ellas atados con sogas blancas. Una sensación de
náusea continua le invadía el cuerpo.
El
silencio era total. Avanzó unos pasos hacia el final del claro. La vista era
impresionante incluso a esa hora, con las primeras luces del día. Se divisaban
a lo lejos los rascacielos de Madrid, a pesar de los más de sesenta kilómetros
de distancia. También se veían los embalses de La Jarosa, Valmayor y
Santillana. Se quedó un momento pensando y después se dio la vuelta en
dirección al vehículo que se situaba en medio de la carretera, con la esperanza
de que todo hubiera desaparecido como en un sueño. Había estudiado infinidad de
casos extraños durante sus días en la academia, pero nada ni remotamente
parecido a lo que allí tenían en esos momentos.
—¿Quién
está tan loco para hacer algo así? —preguntó María que se dio cuenta
al hablar de que tenía la boca seca.
El
hombre no contestó. Era una pregunta retórica. La sargento había cogido la
radio para llamar a sus compañeros e informar del hallazgo, pero no le salía la
voz. A duras penas consiguió relatar el escenario con el que se habían
encontrado. La Policía Científica y los forenses se desplazarían para recopilar
toda la información posible. Permaneció sentada en el coche unos segundos antes
de proceder a inspeccionar la zona más despacio. Aquello le traía recuerdos de
sus tiempos en la Policía Judicial, donde había comenzado su carrera de la mano
de uno de sus tíos, que era coronel de la Guardia Civil e influyó en su
asignación. De hecho, este tipo de casos los solía llevar la Policía Judicial,
aunque por su historial en ella, y el del capitán Maldonado, les permitían hacerse
cargo de ellos.
Ahora
que los primeros rayos del sol comenzaban a vislumbrarse se vería todo con más
claridad. La parte trasera de las cruces daba a la carretera. Dio un rodeo con
el fin de evitar la zona más cercana a la escena del crimen. Ya la habían
ensuciado bastante antes sin darse cuenta. Se puso de frente a una distancia de
unos diez o doce metros y se sentó en una pequeña roca. Por primera vez se
percató de que una lágrima caía lentamente por su mejilla y no le gustó. Se
suponía que tenía que estar preparada para cualquier cosa. Había estado en
escenarios mucho peores, pero por algún motivo sentía algo diferente. Se secó
con un pañuelo de papel. Habría sentido demasiada vergüenza si alguno de sus
compañeros la hubiera visto así.
Levantó
la mirada, se santiguó y rezó un Padrenuestro. Pensó en Jesucristo. Había
estudiado religión en el colegio, había sido bautizada y había hecho la
comunión. Era una persona de creencias religiosas, aunque sólo asistía a la
iglesia en celebraciones sacramentales y en visitas culturales cuando iba de
viaje, lo cual era bastante natural teniendo en cuenta que estudió Historia del
Arte en la universidad y era una amante de la arquitectura. Era un ejemplo de
lo que ella definía como “el creyente del siglo XXI”: creía en Dios según
profesaba la religión católica y, lo que no le gustaba, simplemente lo ignoraba
por considerarlo obsoleto.
Por
primera vez observó con detenimiento a aquellos hombres. El que estaba clavado
en la cruz central era joven, entre veinticinco y treinta y cinco años. Tenía
la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo y parecía mirarla fijamente. El que
se encontraba a su derecha debía ser más o menos de la misma edad, mientras que
el de la izquierda, por el contrario, calculó que tendría no menos de sesenta
años. Sus rostros estaban desencajados. Se planteó si habían muerto
crucificados o si los habían matado antes. Habría que esperar al análisis de
los forenses para saberlo, aunque supuso casi con toda seguridad que la segunda
hipótesis era la correcta. El lugar, aunque no excesivamente transitado, solía
ser frecuentado por ciclistas con bicicletas de montaña y senderistas. No sabía
cuánto tiempo tardaba alguien en morir en esas circunstancias, pero lo más
probable es que hubieran colocado las cruces y los cadáveres a lo largo de esa
misma noche. Descartó la autoría de un loco psicópata. Una sola persona no
habría sido capaz de aquel despliegue. Seguro que al menos había dos o tres
personas involucradas. Todo aquello era sin duda algo altamente premeditado.
María
se preguntó quiénes eran esos hombres y qué habían hecho para merecer ese
final. ¿Les habían elegido por un motivo concreto o había sido cosa del azar?
Eduardo
se acercó hasta donde se encontraba.
—¿Te
has enfrentado alguna vez a algún caso así? —preguntó con voz tranquila.
—Nunca
—contestó ella—. ¿Tú?
—Tampoco.
Asesinatos sí, pero esto...
—Estamos
en junio de 2013. Es como si hubiéramos retrocedido dos milenios —protestó con indignación.
María
miró a Eduardo. Había llegado al cuartel de la Guardia Civil de Guadarrama en
enero de 2010. Con anterioridad había prestado servicio durante doce años y
medio en Hospitalet de Llobregat, en la provincia de Barcelona, donde fue
destinado tras su formación en la academia. Se trataba de un destino
provisional, como lo era en un principio el actual. Su objetivo era volver a su
ciudad natal, la capital de España, pero se encontraba muy a gusto ahora y
había descartado temporalmente la idea. La sargento congenió muy bien con él
desde el primer día. Pensó en el único caso de asesinato en el que habían
estado involucrados juntos, ocurrido un par de años antes. Un caso de violencia
de género a los que tan a menudo tenían que enfrentarse en los últimos tiempos.
Un hombre había matado a su mujer y a su hijo a sangre fría de sendos disparos
en la cabeza para posteriormente suicidarse del mismo modo. No hubo mucho que
investigar allí: una nota explicaba cómo había tomado la decisión por el bien
de la familia. Las imágenes le vinieron a la mente: la cama de matrimonio
cubierta de sangre y tres personas apiladas sobre ella con los sesos asomando.
El hombre había matado primero al niño. Seguramente la madre había abrazado el
cuerpo sin vida de su hijo, momento en el que se habría producido el segundo
disparo para, finalmente, quitarse la vida en el mismo lugar. Ver un cadáver no
era plato de buen gusto, aunque ellos solían ver alguno que otro de vez en
cuando, pero en el caso de un asesinato se sentía algo diferente.
De
repente se fijó en la base de una de las cruces. Parecía haber algo grabado
debajo de los pies, justo bajo un trozo de madera donde se apoyaba parte del
peso de los cuerpos. Desde esa distancia no se distinguía bien. Se acercó. Miró
a la siguiente y vio que había algo escrito, pero era distinto. Las
inscripciones en la madera parecían hechas con bastante meticulosidad. Comprobó
que sucedía igualmente en la tercera de las cruces. Rápidamente le vino a la
cabeza el Iesvs Nazarenvs Rex Ivdaeorvm
de la cruz de Cristo, pero no era eso lo que ponía. Se fijó en la parte de
arriba. También había algo en las cabeceras. En total habían hecho seis marcas.
Tenía
que ser obra de una mente perturbada y desde luego estaba segura de que quería
dejar algún tipo de mensaje. No se imaginaba qué podría ser. Creyó tener claro
a qué hacían referencia las inscripciones. ¿Obra de unos fanáticos religiosos?
¿Alguna secta? Recordaba que tiempo atrás se había comentado que había un par
de asentamientos de sectas en localidades vecinas de la sierra. Se acordaba de
una concreta en Cercedilla que había sido investigada y cuyas supuestas
prácticas, que no pudieron ser confirmadas, habían sido denunciadas
reiteradamente por los propietarios de los chalets colindantes.
—Voy
a por la cinta para acordonar la zona y a por la cámara de fotos —dijo Eduardo.
María asintió sin decir nada y
se sentó nuevamente sobre las rocas. Reflexionó un instante. Aquellas marcas
hacían que hubiera implicaciones más allá del asesinato.
El hombre que había
anunciado el lugar de la escena del crimen aquella mañana se había deshecho de
la furgoneta antes de alertar a la Guardia Civil y ahora se disponía a hacer la
llamada convenida. Sobre la mesa descansaban tres teléfonos móviles que podían
calificarse como tecnológicamente obsoletos. Cogió el que tenía la pegatina con
el número dos escrito en la tapa posterior de la batería y marcó el único
número registrado en la memoria, el de su mecenas, como solía llamar a aquéllos
que requerían de sus servicios. No sabía nada de él, aunque habían hecho
negocios juntos anteriormente. Pagaba de la manera convenida: cincuenta por
ciento por adelantado no reembolsable y el resto a la finalización del trabajo.
Eso era suficiente. Además parecía muy precavido y eso le gustaba. No todo el
mundo se tomaba en serio su profesión, pero este mecenas lo hacía:
distorsionaba su voz digitalmente y no decía nada más allá de lo estrictamente
necesario.
—Le
escucho —dijo el hombre al otro lado de la línea que sabía a la perfección
quién le llamaba.
—Todo
como usted solicitó —sentenció esperando su aprobación.
—¿Algún
contratiempo?
Sopesó
la respuesta. Secuestrar a sus tres víctimas había sido un juego de niños. La
resistencia ofrecida había sido mínima y del todo inútil. Pero al llevarse al
tercero de los hombres comprobó que un coche le seguía. Tuvo que desviarse de
la ruta prevista hasta encontrar un lugar adecuado donde, tras sorprender por
detrás al perseguidor y rodear su cuello con el brazo derecho, éste confesó que
le pagaban para seguir e informar de los pasos de quien en estos momentos
descansaba sin vida en la cruz central de lo que había considerado una de sus
mejores obras de arte. Podría haber terminado con el tipo sin ningún problema,
pero no había necesidad. No sería un obstáculo en su camino. Prefería no
salirse del guion marcado salvo que fuera estrictamente necesario, así que se
limitó a estrangularlo hasta el punto justo para dejarlo inconsciente.
—Ninguno
—contestó finalmente.
—Bien
—se congratuló el hombre que notaba sobre sus espaldas la responsabilidad de
dirigir a aquella organización que había permanecido en el anonimato durante
siglos y cuya única fisura se había producido justamente ahora—. Continuamos
con el plan. Veamos qué efectos tiene. Ya sabe lo que tiene que hacer y cuándo.
Prepárelo todo y espere mi orden.
Tras cercar un extenso perímetro
con la cinta que llevaban en el maletero, Eduardo se colocó delante de las tres
cruces con la cámara que había cogido de la guantera. Hizo unas cuarenta
fotografías de cada una de ellas. Primeros planos de cada parte de las cruces y
de cada parte del cuerpo de los cadáveres: caras, torsos, brazos, piernas... No
quedó centímetro cuadrado de la escena sin retratar. Con el zoom pudo ver detalles que les habían
pasado desapercibidos hasta el momento y que analizarían cuando llegara la
Policía Científica y bajasen los cadáveres. También vio con claridad las
inscripciones en la madera. No hacía falta ser un experto religioso para darse
cuenta de que hacían referencia a pasajes de la Biblia. Además hizo fotos desde
la parte de atrás, aunque nada le llamó la atención desde esa perspectiva.
—¿No
te suena la cara de este hombre de algún sitio? —preguntó María—. El del medio.
Juraría que lo he visto alguna vez y no sé dónde ni cuándo.
Eduardo
buscó una fotografía del rostro en primer plano en la cámara digital ante la
atenta mirada de la sargento. La miró con detenimiento.
—No,
no me suena —respondió—.
A lo mejor tiene antecedentes y lo has visto en la base de datos o has visto a
alguien parecido por la calle o en los medios.
—Enséñame
los primeros planos de las inscripciones de las cruces. Quiero ver si averiguo
algo al respecto.
Eduardo
buscó las fotografías y dejó en la pantalla la primera de ellas:
Lc
11,52.
Le
dio la cámara a María, que continuó pasando fotos.
Pr 1,22.
Pr 18,15.
Pr 22,17.
2 Cr 1,10.
Ap 19,11.
Tenía
claro que Lc era el Evangelio de Lucas y que Ap era el Apocalipsis, pero no
sabía qué Libros eran Pr, al que había tres referencias, o Cr, del que además
debían existir varios por el número dos que llevaba delante. Dejó la cámara en
el suelo y sacó su teléfono móvil para buscar en Internet los pasajes. En ese
momento el ruido de un motor rompió el silencio. A lo lejos se divisaba un
todoterreno de la Guardia Civil. Habían aparecido los refuerzos.
María
llegaba a casa a las diez menos cuarto de la noche. Lo primero que hizo, antes
de quitarse la chaqueta, fue ir a encender su ordenador portátil situado sobre
una pequeña mesa junto a una columna cerca de la ventana del salón. Entonces
apareció su compañero de piso.
—Hola, Silver —dijo dirigiéndose al gato
siamés gris que se acercaba para saludarla acariciando con el lomo sus
tobillos.
Últimamente se sentía muy sola. Llegar a
esas horas y no tener a nadie con quien mantener una conversación o a quien
abrazar era algo que empezaba a obsesionarla. Además, desde que cumpliera los
treinta, su reloj biológico se había ido acelerando y ahora estaba a punto de
estallar. Su hermano, que sabía lo mal que lo estaba pasando, había pensado el
año anterior que aquella mascota sería un buen regalo de Navidad.
Apartó de su mente esos pensamientos. Esta
noche al menos estaría entretenida. Unos sonoros ruidos abdominales la llevaron
a la cocina; en todo el día sólo había comido un bocadillo de lomo y una
magdalena. Abrió la nevera y, como de costumbre, vio que estaba medio vacía. La
excusa era que cocinar para una única persona era muy difícil, lo que inexorablemente
le recordaba que añoraba a alguien en su vida. Normalmente o comía o cenaba
fuera, algunos días incluso ambas cosas. En casa, las comidas precocinadas y la
fruta eran la base de su alimentación. En el congelador pudo ver un par de
pizzas y unos helados. Encendió el horno y esperó hasta que alcanzó la
temperatura necesaria mientras se bebía una Coca-Cola light sin cafeína y
hojeaba los folletos de publicidad que acababa de coger del buzón. Metió una
pizza de jamón y atún y puso en marcha el temporizador con los ocho minutos
indicados en la caja de cartón que depositó en la bolsa de basura destinada al
reciclaje de papel.
El día había sido una locura. La sargento
no había visto nunca tal despliegue de compañeros en la zona, ni siquiera
durante los periodos de maniobras que solían realizar en un área no muy lejana.
El capitán Guillermo Maldonado se presentó en la escena del crimen con bastante
rapidez y se alegró de que María estuviera allí. Era uno de sus mejores
efectivos y estaba seguro de que llegaría lejos en el escalafón a poco que se
lo propusiera. La sargento se retiró discretamente para hablar con él a solas y
comprobar que se encontraba en perfecto estado. Los últimos meses habían sido
muy complicados. La separación de su mujer le había destrozado y sus problemas
con la bebida eran la comidilla del cuartel. María sabía que era un buen hombre
y estaba muy sensibilizada con su situación. Había vivido algo semejante con su
padre que desembocó en un fatal desenlace y ahora protegía al capitán tratando
de ayudarle y tapando sus faltas. Pero hoy tenía que estar al cien por cien. No
habría disculpa posible ante una metedura de pata con los compañeros que
estaban por llegar.
Después de agradecer a la sargento su
preocupación y dando muestras de encontrarse bien, tomó el mando y pidió que
nadie cambiase nada hasta la llegada de la Policía Científica y de los médicos
del Instituto Anatómico Forense de Madrid. Sólo entonces se procedería a bajar
a los hombres de las cruces. Entre tanto, y a la espera de los nuevos refuerzos
venidos de la capital, se colocaron unas escaleras muy grandes que parecían una
especie de andamios para permitir el estudio de cerca de cada cuerpo. María y
Eduardo subieron y, sin tocar nada, tomaron nota de cuanto vieron. Se dedicaron
a buscar fundamentalmente huellas, pero la búsqueda resultó del todo
infructuosa. Los tres hombres tenían pequeños moratones en los brazos, señales
claras de haberse resistido a sus captores, y seguramente allí se podrían
encontrar restos de ADN o de látex en el supuesto de que los asesinos hubieran
utilizado guantes.
Cuando llegaron la Policía Científica y
los forenses del Instituto Anatómico eran ya casi las once de la mañana.
Inspeccionaron con exquisito detenimiento la escena del crimen, tomaron
muestras de todo lo que consideraron conveniente por la zona, hicieron nuevas
instantáneas y decidieron que había llegado el momento de bajar los cadáveres
para examinarlos mejor. En realidad no era descolgarlos de las cruces lo que
querían, sino sacar éstas del suelo con los hombres aún en ellas. Sostuvieron
los travesaños con cuerdas y comenzaron a cavar en las bases de los largueros.
Había más de un metro enterrado bajo la superficie. ¿Cuántos hombres habían
participado en aquella recreación de la crucifixión de Cristo? María desconocía
el número, pero dos se le antojaba un número escaso a tenor de lo que les costó
a ellos la operación. Colocaron unos plásticos en el suelo y las tumbaron de
forma que los cuerpos descansaban boca arriba. Tras un nuevo examen y la correspondiente
recogida de pruebas por parte de los hombres del laboratorio y de los forenses,
se desataron los cadáveres y fueron conducidos en sendas camillas hasta las
furgonetas preparadas para albergarlos. Después, con la ayuda de unas tenazas,
quitaron los clavos de veinte centímetros de longitud que sostenían al que
parecía protagonista de la escena. Habían puesto dos clavos en cada mano y cada
pie.
La sargento, que no quitaba ojo a lo que
los compañeros de la Policía Científica hacían, se acercó a examinar las
cruces. Algo llamó su atención en la base de la parte enterrada, pero estaba
parcialmente cubierta de tierra. Solicitó un pincel y, tras una delicada
limpieza, surgieron claramente grabadas las letras “CC”, que nadie supo con qué
relacionar. La sargento hizo una rápida búsqueda en Internet y encontró un
índice con posibles significados agrupados por categorías. Así, en física podía
significar centímetros cúbicos o corriente continua, en derecho Código Civil y,
dependiendo de cada grupo, se mostraban un montón más de posibilidades que
incluían medios de comunicación, organizaciones, partidos políticos... Pero
nada aparentaba guardar relación con los asesinatos.
Finalmente los forenses desaparecieron
esperando tener un informe completo para la mañana del día siguiente. La
Policía Científica prometió igualmente tener los resultados de los análisis de
las pruebas recogidas lo antes posible. Sobre las cuatro y media de la tarde,
María y Eduardo se marcharon al cuartel a iniciar la que ya se había convertido
en la investigación más extraña de su vida.
De vuelta al salón, María sacó un pendrive
del bolsillo izquierdo de su pantalón y lo insertó en uno de los puertos USB de
su ordenador. Había estado trabajando hasta tarde en la dependencia de la que
literalmente la habían echado sus compañeros del turno de noche. Sabían que
cuando se le metía algo entre ceja y ceja era capaz de quedarse trabajando
fuera de sus horas, y en esta ocasión llevaba casi veinticuatro seguidas. Lo
que también sabían era que una vez en casa no iba a olvidar el tema ni por un
momento. Tenía guardadas todas las fotos y varios ficheros con información. El
primero de los archivos era una Biblia en formato PDF descargado de Internet.
El segundo lo había llamado citasbiblicas.docx. En él se encontraban los
pasajes de la Biblia a los
que
hacían referencia las inscripciones de las cruces. En efecto Lc era el Evangelio de Lucas y Ap
el
Libro del Apocalipsis. Pr resultó ser el Libro de los Proverbios y Cr el Libro
de las Crónicas, del que había un primer y un segundo libro. Lo abrió y lo
releyó por enésima vez en las últimas horas:
Lc 11,52
¡Ay de vosotros,
intérpretes de la ley!
porque habéis quitado
la llave de la ciencia;
vosotros mismos no
entrasteis, y
a los que entraban se lo impedisteis.
Pr 1,22
¿Hasta cuándo, oh
simples, amaréis la simpleza,
Y los burladores
desearán el burlar,
Y los insensatos aborrecerán la ciencia?
Pr 18,15
El corazón del
entendido adquiere sabiduría;
Y el oído de los sabios busca la ciencia.
Pr 22,17
Inclina tu oído y oye
las palabras de los sabios,
Y aplica tu corazón a
mi sabiduría;
2 Cr 1,10
Dame ahora sabiduría y
ciencia,
para presentarme delante de este pueblo;
porque ¿quién podrá
gobernar a este tu pueblo tan grande?
Ap 19,11
Entonces vi el cielo
abierto;
y he aquí un caballo
blanco,
y el que lo montaba se
llamaba Fiel y Verdadero,
y con justicia juzga y
pelea.
Desde que por primera vez leyera los versículos
en su teléfono móvil junto a la escena del crimen, no vio claro ningún mensaje.
Todos tenían que ver con la ciencia y la sabiduría excepto el último, que
hablaba más bien de la justicia. ¿Se trataba de alguien que se creía muy listo
y que venía a impartir justicia crucificando gente? Desde luego menuda forma de
hacerlo. ¿Y qué habían hecho aquellos hombres para ser tan desafortunados de
merecer semejante castigo? Ninguno de los versículos parecía dar pistas del
motivo de los asesinatos.
El agudo sonido del timbre del
temporizador del horno desvió su atención. Sacó la pizza, la puso en un plato, la cortó en seis trozos y se sentó
en el sillón del salón frente a la televisión, su otra gran compañera de piso.
Se reclinó y la encendió con el mando a distancia. Dudó si poner alguno de los
canales informativos u otro. Era seguro que la noticia de los asesinatos
estaría en todos los titulares. Sobre las seis y media de la tarde se había
lanzado la información a los medios de comunicación, después de que una unidad
móvil de una emisora de radio se hubiera presentado en las inmediaciones tras
haber recibido una llamada avisando de que algo estaba sucediendo. Al parecer
algún excursionista les había llamado alertado. Aunque se les había prohibido
el acceso a la zona, se les informó de los terribles asesinatos y se prometió que se les
haría entrega de un dossier con lo sucedido y quizás algunas fotografías de la
escena del crimen a lo largo del día siguiente.
Decidió finalmente poner uno de los
canales de noticias veinticuatro horas mientras cenaba.
—Espero que no se me atragante la pizza
—dijo en voz alta subiendo el volumen.
Sus experiencias con la prensa no habían
sido demasiado gratas. Hacía unos meses estuvo inmersa en un caso en el que
aprendió que la prensa decía cosas que no tenían por qué coincidir exactamente
con la realidad. A veces era más importante vender que decir la verdad. El
sensacionalismo estaba a la orden del día. Y eso que en aquella ocasión se
había tratado con los medios locales. No quería ni pensar lo que podía ocurrir
aquí a nivel nacional.
...noticia se confirmaba a
primera hora de la tarde. Ha ocurrido muy cerca de la localidad de Guadarrama,
en la Comunidad de Madrid. Según fuentes de la Guardia Civil, una llamada
anónima anunció por la mañana un triple asesinato cometido en una zona de
montaña junto al embalse de La Jarosa. Este hecho se confirmó posteriormente,
cuando efectivos del cuerpo encontraron los tres cadáveres anunciados,
acordonándose la zona y no permitiendo el acceso a la prensa. Un periodista de
la cadena de radio Onda Cero pudo entrevistar a un hombre que se acercó campo a
través hasta las inmediaciones del escenario del crimen. Declaró haber visto la
escena de la crucifixión de Cristo al divisar a lo lejos tres cuerpos colgados
en sendas cruces. Después fue retenido por la Guardia Civil y su cámara de
fotos y teléfono móvil requisados hasta nueva orden. No han transcendido las
identidades de los fallecidos, pero las autoridades han prometido dar más datos
a lo largo de las próximas horas. Les mantendremos informados de cualquier
novedad que se produzca en el caso. En otro orden de cosas...
Las
imágenes mostraban el pantano de La Jarosa, con las montañas al fondo, durante
algún momento de la tarde. Pudo distinguir a varios compañeros y a policías
municipales, con los que tenían muy buena relación, que se encontraban cortando
los accesos junto a la presa. María respiró tranquila. En este caso, y dado que
la información proporcionada a los medios era bastante escueta y aún no habían
tenido tiempo de sacar conclusiones, no oyó ninguna barbaridad. Pero ya tendría
tiempo de oírlas cuando se les dieran más detalles, sobre todo cuando se
revelara la identidad de uno de los crucificados.
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© JUAN SOTO MIRANDA 2020